Día 47. Aquí hay dragones.


Nos siguen diciendo cosas. Ahora que hasta que no lleguemos a lo que se llama Fase III, no podremos desplazarnos a otro territorio que no sea el nuestro. Algo es que podamos empezar a salir, y mucho el volver a ocuparnos de lo que nos da de comer, pero el mes y medio largo de encierro, nos hace soñar también con el momento en que podamos salir a la calle y marcharnos muy lejos.


La imagen que acompaña a este texto es de una carta que un tal Thomas Dobrée, armador de Nantes, envió en 1824 al capitán de l’Aimable-Créole, uno de los dos barcos de su compañía que hacía regularmente la ruta a Cantón. Dobrée le encargó contratar a un artesano de aquel puerto de China la fabricación de dos cajas lacadas en rojo y oro, con el nombre de cada uno de los dos navíos. Para que no hubiera ninguna duda, el armador adjuntó el dibujo que vemos en la carta, donde se muestra cómo quería que fueran éstas. El bosquejo, más que con la realidad, se correspondía con lo que él imaginaba que era una caja china de té. En lo que no pensó es en los apuros por los que tuvo que pasar el artesano cantonés para cumplir con el encargo sin romper con los cánones de la imaginería china.

Dobrée quería que los dragones figuraran de modo destacado. Hasta ahí bien. El problema es que los que él diseñó podían ser de todo menos chinos: estaban dibujados con unas pequeñas alas como de murciélago a la espalda, cuando los dragones chinos rarísima vez, por no decir ninguna, tienen alas… Es un suponer que el artesano cantonés, al ver el diseño, decidió no decir ni preguntar nada, y simplemente omitió las alas en el resultado final. Lo de las garras del dragón fue un asunto más complejo aún, pues este era un tema en el que se seguía un riguroso protocolo: en cualquier objeto destinado al emperador, el dragón debía de tener cinco garras; si era para alguien de su familia o para un alto funcionario de la corte, cuatro; para el resto, debían ser tres… Es de suponer que el artesano estaba acostumbrado a que los viajeros europeos dieran terribles patadas a sus modos artísticos, por lo que decidió no comprometerse y esculpir unas patas en las que es difícil distinguir el número de garras que hay en ellas.


Esta anécdota pudiera parecer que en sí no tiene mayor importancia, pero de lo que realmente nos está hablando es del momento en que comenzó a producirse un híbrido entre lo que realmente era el arte oriental y lo que los occidentales creían que era. Para mí que nacía así un nuevo estilo de arte para consumo de los mercados europeos, que influiría en su modo de entender lo oriental por parte de las generaciones posteriores.


Que pasen un buen día.





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