Día 44. De pegasos y laberintos (otra vez).



No tengo muy claro lo que mi hijo se esperaba encontrar en la calle cuando salimos ayer a dar su primer paseo. Tenía muy poco con lo que hacerse una idea, y casi todo apuntaba a que se iba a encontrar con un mundo muy diferente a aquél que había dejado mes y medio atrás. Lo escuchaba en la tele, lo deducía de los comentarios que nos oía hacer en casa, y quedaba confirmado con lo que encontraba cada vez que se asomaba al balcón. Ahora andaba por la calle él mismo. Era pronto, así que casi no había gente, y lo veía detenerse ante carteles y marquesinas de los autobuses para echarles un ojo. Se entretuvo leyendo unos paneles que colocaron poco antes de la pandemia, explicándonos como debíamos comportarnos en el transporte público. Eso era antes, aitá: ahora no nos dejarán ir así de pegados. Fijándonos en ese tipo de detalles, a uno le entra la sensación de estar viviendo en el interior de una película apocalíptica. El sueño de mis años jóvenes hecho realidad. Pregunté a mi hijo en qué dirección quería hacer su kilómetro autorizado. Al mar, como no.


La incertidumbre de mi hijo, mezclada con un cierto temor, me recordó a ese extraño retrato de un caballero anónimo de Dosso Dossi (h. 1520). Rara vez, ninguna en la mayor parte de los casos, se encuentra uno cuando mira por la ventana con un asno ahí, al frente, cargando en sus lomos con un ave ardiendo. El temporal que hace fuera nos permite presumir que al pobre pájaro lo ha alcanzado un rayo, y eso ha sido lo que le ha hecho caer sobre el otro animal. Bueno, los hay que piensan que el tal Dosso, que era muy aficionado a las cosas de la mitología, realmente estaba representando con esa unión accidental a Pegaso o alguna otra cosa más difícil de desentrañar…



El hecho es que por si con esto no quedaban claras las precauciones que hay que tener con el exterior, o con la luz del conocimiento, el personaje de nuestro cuadro señala con su dedo izquierdo a un laberinto clásico, es decir: tiene un solo camino en su interior por el que no es posible perderse; a diferencia de los Laberintos barrocos o del tipo maze, que se ramifican en varios recorridos sin salida y con una sola vía correcta. Se supone que el primero nos lleva de viaje al interior de nosotros mismos, mientras que el segundo nos obliga a enfrentarnos con la constante necesidad de tomar decisiones vitales. Todo un plan en ambos casos…



Ni que decir tiene que no me privé de contarle todo esto a mi hijo mientras regresábamos a casa. Supongo que al verme tan emocionado explicando el modo en que gentes de otras épocas representaban sus incertidumbres y miedos, se vio obligado a acceder a que le enseñara una copia del cuadro cuando llegáramos a casa. Y así lo hice. Y después de mirarlo durante un rato, giró la cabeza hacia mi y me preguntó:


- Aitá, ¿y todo esto qué quiere decir?


- No tengo ni puta idea, hijo.


Que pasen un buen día.


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