Una silla caída del cielo

 

El 16 de septiembre de 1804 cayó una silla desde el cielo. Tal como suena. Ocurrió en un pueblo de Normadía, en Francia, y uno de los testigos de aquel hecho milagroso, una joven pastora, pudo contar al señor cura y a todos los vecinos que se acercaron al lugar alarmados por sus gritos, que vieron con sus propios ojos cómo un objeto que había surgido de la nada, allá arriba en los cielos, cayó sobre un espeso zarzal. Veamos qué es lo que hay, debió decir el cura al barbero, que a la sazón era después de él la persona de más ciencia en aquél pueblo. Examinado el objeto, se confirmó que efectivamente era una silla, de eso no había duda, pero sorprendió notablemente que fuera de una hechura tan modesta, como las que se podían ver a la puerta de cualquier casa del pueblo. Y esta fue la razón que a lo largo de las semanas siguientes iba a dividir a la comarca entre quienes pensaban que ahí debía haber una mano ajena a la del altísimo, pues de venir del cielo la silla hubiera sido el mejor trabajo que hubieran visto los ojos humanos; y aquellos que defendían todo lo contrario, y veían en ella un mensaje divino en el que se les daba muestra del ejemplo de austeridad del que debían tomar nota.

Cuando conocí esta historia me acordé de aquella otra que creo contaba Mircea Eliade en “El mito del eterno retorno”, sobre lo que le ocurrió al etnomusicólogo rumano Constantin Brailoiu. Según parece, en los años 30 del siglo XX, en el transcurso de sus investigaciones tuvo ocasión de hallar una hermosa balada en Maramuresh, al norte de Rumanía. En ella se contaba la historia de un amor trágico: la de un joven a punto de casarse de quien se había enamorado un hada de las montañas que cegada por los celos lo había arrojado desde lo alto de unas rocas pocos días antes de celebrarse el matrimonio. Al día siguiente, los padres encontraron su cuerpo que trasladaron al pueblo. Según explicaron al musicólogo, la prometida corrió a su encuentro y al ver a su amado entonó un canto fúnebre, lleno de alusiones mitológicas y de una nostálgica belleza, que terminó por convertirse en aquella hermosa canción popular que él acababa de conocer.

El caso es que alguien debió de contar a Brailoiu que el suceso había tenido lugar cuarenta años antes y que la que había sido la pobre novia vivía todavía. Así que fue a visitarla para escuchar la historia por su propia boca, y descubrir que la realidad era mucho más prosaica: su novio, un cabeza loca, cayó una noche por un precipicio en un descuido y no murió al instante; sus gritos fueron oídos por unos montañeses que le transportaron al pueblo donde falleció poco después. La anciana contó al musicólogo que durante el entierro había repetido junto con otras mujeres las lamentaciones rituales acostumbradas, sin ningún tipo de alusión a hechos o seres extraordinarios. Pero en menos de medio siglo, y a pesar estar ahí algunos de los protagonistas de la historia, un suceso trivial se transformó en una leyenda.

Supongo que algo así hubiera ocurrido con la silla de aquel pueblo normando, si no fuera porque algún tiempo después del suceso, alguien tuvo a bien leer el informe que Gay-Lussac escribió sobre el famoso vuelo que había realizado poco antes y en el que alcanzó por primera vez los 7.000 metros de altitud. En él se cuenta cómo mientras volaba a la altura de aquella comarca, y con la intención de ganar altura librándose de peso, echó todo el lastre que pudo, entre ello la silla que ya casi estaban venerando como una reliquia en aquél remoto pueblo de Normandía.

Todo esto que se cuenta aquí me vino a la memoria ayer, cuando me enteré de la triste noticia del profesor francés degollado por un tarado lleno de fanatismo. Es difícil aprender cuando, además de no querer, se impone la falta de libertad y sentido crítico. Y una vez dicho, no veo mejor imagen para ilustrar todo esto que la que narra lo que ocurrió en la pequeña localidad francesa de Gonesse en agosto de 1783, cuando un objeto grande, esférico y nebuloso pintado con rayas rojas y amarillas cayó del cielo y comenzó a revolotear en el suelo. Los campesinos del pueblo, asustados, atacaron el objeto con horquillas y luego lo ataron a la cola de un caballo para ser arrastrado por las calles. El diabólico intruso, como se supo después, fue Le Globe, el primer ingenio volador impulsado por hidrógeno, que tuvo la mala fortuna de ir a caer en aquél pacífico pueblo, excitando el horror a lo desconocido de sus habitantes.

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