Buscando raíces

 

Hoy me tocaba acercarme a mi pueblo. Llevaba desde el mes de noviembre pasado sin hacerlo y tenía mucho que contar allá. A la propietaria de la librería de viejo, curiosamente uno de los pocos locales comerciales del lugar, le he hablado de mi vuelta al mundo de los estudios, y de algún libro descatalogado que me sugieren para ello que estaría bien que tuviera. Van a abrir una panadería en la plaza, me dice, así que la próxima vez que vengas podremos charlar tomando un café. Perfecto, espero que aguante hasta mi vuelta.


He pasado un buen rato frente a la portada de la basílica: por primera vez en mucho tiempo tengo una cámara que no es la del teléfono, y desahogo la frustración de todas mis visitas anteriores jugando con el zoom sobre las diferentes figuras que adornan el dintel, el de los santos epicenos. Si uno se fija, y no hace falta demasiado, verá que están montados como las piezas de un extraño puzle a base de los restos de imágenes de los antiguos edificios romanos que había ahí mismo, al pie de la colina sobre la que se levanta Saint Bertrand. Es por ello que no sorprenda descubrir que muchos de los santos que se presentan ante nuestros ojos tienen cuerpos y vestiduras de bailarinas orientales… Cuando he entrado, como siempre, he pasado directamente al claustro, el único que conozco que tiene un mirador al valle y las montañas en uno de sus laterales. En ese momento salía un grupo de jubilados que estaban visitando el pueblo: les oigo hablar de las figuras que adornan las columnas y de las inscripciones que hay por todas las paredes. Entienden muy poco de lo que han visto, pero parece gustarles. A mi me ocurre igual: me basta con que me dejen un rato sólo y en silencio en ese lugar.


Al bajar a Valcabrere, que es donde vivían los romanos, paso a visitar como es costumbre las tumbas de mis antepasados adoptivos, los De Batz. Desde que los encontré en aquel lugar, acostumbro a hacer dos cosas: pasar por lo menos una vez al año para ponerles al tanto de las novedades, y entretener mis ocios hurgando en las vidas de aquellas personas. Es por esto que sé que Joseph de Batz nació en Burdeos a mediados del siglo XIX, que era de una familia gascona de Auch, como no podía ser de otra manera para unos De Batz, y que marchó allá, al pie de Saint Bertrand destinado como maestro. Joseph se estableció y participó activamente de la vida cultural del lugar. Conoció a Jeanne y se casaron. Tuvieron varios hijos, uno de los cuales falleció en la Primera Guerra Mundial, y poco después le siguieron ellos mismos. El resto de vástagos se les irían uniendo a lo largo de los años, y después sus nietos, hasta cubrir en su totalidad el pequeño espacio del cementerio que suelo visitar, a la derecha de la entrada a la parroquia de San Justo de Valcabrere.



Curiosamente, no había reparado hasta hoy en una tumba que hay algo más atrás, casi pegada al muro, y que habla de una “malhereuse” fallecida, cuyo nombre dice ser Carmen Rabanera. Por lo que he averiguado después, era viuda de un noble legitimista francés que trabajaba con los conspiradores carlistas desde aquellos lugares tan cercanos a la frontera con España. Supongo que terminaré por ponerme a hurgar en sus vidas y ver si encuentro en ellas algo que me llame especialmente la atención. ¿Quién sabe?: es posible que llegue el día en que entre a ese cementerio y conozca las vidas de todas y cada una de las personas que habitan en él.




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