Un Goya envuelto en periódicos.


Esta fotografía nos muestra a una madre y un hijo. Su aspecto está muy lejos de descubrirnos quienes eran realmente, y si les dijera que para averiguarlo tendríamos que pasar por conocer a un pequeño mono, al Zar de todas las Rusias y lo que ocurrió con una obra de Goya, seguramente pensarán que se trata de una extraña fabulación. Pero es cierta. Y lo es tanto, que les invito a que aprovechen estos momentos de aislamiento para disfrutar del inimaginable relato que les cuento en los párrafos siguientes.

Empiezo por avanzarles que, entre 1935 y 1949, la policía de varios países europeos los conocía perfectamente. La pareja parecía estar implicada en el robo de un grabado del siglo XIV de Portugal, de una tela de Toulouse-Lautrec en Albi, de varias joyas y objetos de lujo en Baden-Baden, un valioso retablo en Andorra, y del engañoso saqueo de la afamada y elegante casa Cartier en la plaza Vendôme de París. Eran conocidos y perseguidos por la Interpol desde la misma fecha de su creación en 1923, pero no habían conseguido dar con ellos, en especial por su facilidad para cambiar de identidades: lo mismo eran príncipes rusos, que se hacían pasar por unos tales Hillian o Grignard, ricos industriales franceses o por nobles de origen polaco. Eran lo que podría llamarse unos bandidos de altos vuelos, perseguidos por robo y fraude en Italia, Suiza, Alemania, Portugal y Francia. Pero nadie daba con ellos, y la única seña particular que coincidía en todas las descripciones era que a ella, a la madre, le gustaba ir siempre acompañada de un pequeño mono.

Alexandre, el hijo, nació en la corte del zar Nicolas II, en San Petesburgo, en 1903. Su padre era un barón ruso y general de la armada que murió cuando él apenas tenía cinco años. Para compensar a la familia, el zar incluyó entre sus pajes al primogénito, mientras su madre marchaba a Berlín y se casaba un tiempo después con un tal Pierre Galitzine, viejo conocido de la policía internacional de por aquél entonces. Pero cuando Alexandre tenía unos 14 años, estalló la revolución y fue encerrado por los bolcheviques en una institución, de la que huyó tres años después marchando a Berlín donde se reunió con su madre ya viuda de nuevo. Allí tuvieron que enfrentarse a una nueva vida: no tenían apenas dinero, estaban acostumbrados a estar rodeados de comodidades y no les era fácil encontrar con qué mantenerse. Es entonces cuando deciden aprovechar su red de relaciones, conocimientos y cultura para buscarse la vida del modo en que antes he avanzado.

Y llegamos a enero de 1949. Aquél mes Alexandre y su madre se establecieron en un hotel de Agen, Francia, y dedicaron varios días a visitar el museo de la ciudad con la excusa de estar especialmente interesados por algunos de los elementos de su arquitectura. El tanto frecuentar el lugar les permitió hacerse con la confianza del vigilante. Gracias a ella lograron que aceptara, un sábado, cuando el museo estaba cerrado al público, dejarles pasar a hacer unos dibujos del interior del edificio. Mientras el hijo dibujaba, la madre se entretenía charlando con el vigilante. En un momento dado, ella se levantó para ir a buscar a su hijo: es tarde, no se moleste en acompañarme, ya voy yo -le dijo-. Y así lo hizo: el buen hombre quedó en su puesto y al poco rato vio regresar a la amable dama con su hijo, quienes se despidieron amablemente de él dejándole una generosa propina. Todo fue muy bien para el vigilante, hasta que al iniciar una ronda al rato de despedirse de los visitantes, descubrió que faltaba una de las principales obras del museo: un autorretrato de Goya, que había sido arrancada de su marco con una navaja.

Cuando la policía comenzó la investigación sobre el caso, todos los vecinos del lugar que pudieron decir algo manifestaban lo mismo: que se trataba de un hombre bien vestido, una anciana y ... un pequeño mono. El vehículo con el que habían llegado a Agen apareció unos días después en Lourdes. De ellos ni rastro. Pero la Interpol se encargó en aquella ocasión de difundir por los principales hoteles de Europa, que era en los que se alojaban generalmente, los datos de estos ladrones y, en especial, el más diferenciador de todos: la mujer mayor iba acompañada de un mono.

Fue precisamente el propietario de un hotel en Suiza quien puso a la Interpol sobre la pista que permitió detenerles en un tren de aquel país, donde fueron sorprendidos con el autorretrato de Goya escondido envuelto con unos periódicos alrededor del cuerpo de la vieja dama. Tras muchos años siguiendo su pista, la Interpol se hacía con ellos y conseguía plantarles ante los tribunales. Corrijo: plantarle, pues a la madre en vista de su avanzada edad, ochenta y muchos años, no se le juzgó.

El barón Alexandre von Ludinghausen, compareció ante los tribunales berlineses allá por finales de 1949. Su testimonio -“Mírenme. Estoy gravemente enfermo de tuberculosis. Condenarme severamente sería condenarme a muerte”-, conmovió a una rica dama berlinesa que, dispuesta a casarse con él en cuanto saliera en libertad, se hizo cargo de gran parte de las deudas de su prometido logrando reducir la pena a tres años.

“Muchas gracias, señora” -recoge el informe de la Interpol que fue lo único que dijo a la berlinesa mientras acompañaba sus palabras de una sonrisa y una respetuosa inclinación. Pero eso fue todo. Tres años después, Alexandre salió de prisión para desaparecer nuevamente, la berlinesa no supo más de él que las facturas que le llegaban de su parte, y reaparecer meses después en Roma. Pero esta es ya una historia que, para no extenderme más, podrá contarse en otra ocasión.

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