Parkman y Mol


Para cuando Francis Parkman emprende la aventura que relata en su libro “El Camino de Oregón”, -por aquél entonces debía tener cosa de 23 años-, el tiempo y la fortuna le habían permitido ya graduarse en Harvard, cruzar el Atlántico y dedicar cosa de un año a disfrutar de lo que entonces se llamaba el Grand Tour. Cuentan que en Roma intentaron convertirle sin éxito al catolicismo, que en Nápoles pasó días enteros al pié del Vesubio esperando ser testigo de alguna de sus erupciones, y que cruzando los Alpes vagó perdido por entre sus nieves durante cerca de dos días, hasta que unos pastores dieron con él ya a punto de morir.

Pero Parkman no era amigo de estarse quieto mucho tiempo. Al poco de su vuelta a los Estado Unidos decidió unirse a una partida de cazadores que marchaba hacía el oeste, siguiendo el Camino de Oregón. Su intención era narrar después al público norteamericano lo que había y lo que ocurría por aquellos extensos territorios vírgenes que se extendían hasta el pacífico, y por los que sólo las caravanas de colonos, las partidas de caza o los indios que habitaban en ellas, se atrevían a pasar.

Hasta aquí llegaba más o menos lo que sabía de él cuando me he hice con el libro. Y desde que lo he empezado, ha sido poco el esfuerzo que he tenido que dedicar para acompañar a Parkman en sus andanzas. Más aún cuando recién entrado en su primer capítulo, titulado "La frontera", uno se encuentra con párrafos como éste:

"Los pasajeros a bordo de Radnor no desentonaban con la carga. Los camarotes los ocupaban comerciantes de Santa Fe, jugadores, especuladores, y aventureros de diversos pelajes. En cuanto a la proa, se hallaba atiborrada de emigrantes hacia Oregón, hombres de la montaña, y también negros, y un grupo de indios kansas que venía de visitar S. Louis".

Ahí comenzaba su aventura, y la mía como lector. Poco sabía entonces que me iba a llevar por derroteros inimaginables, muy lejos de las extensas praderas que parecían esperarnos a Parkman y a mí...

Me explico. Una noche no precisada de aquél año de 1846, Francis Parkman acampó en medio de las extensas llanuras del medio oeste, en compañía de un grupo de cazadores y aventureros británicos. Habían decidido viajar separados de los colonos para evitar verse envueltos en alguna de las continuas reyertas que se producían entre ellos.

Él mismo nos cuenta cómo preparaban todo para sentarse al fuego a cenar, en medio de aquella soledad. Uno de sus compañeros llevaba un libro en la mano, lo que hizo que Parkman intercambiara con él algunas palabras a propósito del autor. Ambos lo conocían, así como a algún otro escritor muy nombrado en Inglaterra por aquél entonces:

- Borrow, el autor de “La biblia en España”. Imagino que lo conocerá.

- !Oh, claro!. Conozco a todos esos hombres. Por cierto que fue él quien me dijo que uno de los escritores de su país ha fallecido recientemente: el juez Story. En Londres edité alguno de sus libros, no sin alguna errata, me temo.

Oir, o mejor dicho, leer hablar de Borrow a un grupo como ese, perdido en la inmensidad de aquellas praderas, fue algo que me sorprendió bastante. Supe después, porque lo cuenta en una de sus cartas, que Parkman leyó “La biblia en España” en su viaje de ida a Europa, mientras viajaba a bordo de un barco llamado, también me pareció curioso, Nautilus. 

Está claro que, si uno quiere, puede perderse en cualquier lugar.

Yo, por mi parte, había quedado en manos del recuerdo de aquél libro de Borrow, y en especial en las de uno de sus más extraños, interesantes e inolvidables personajes: Benedicto Mol, un extravagante buscador de tesoros que ha dejado un curioso rastro, para quién quiera seguirlo, de su búsqueda de la riqueza en medio de un país arrasado por la primera de sus guerras carlistas.


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